Gigante Abisal.
Hay que detenerse a veces,
volverse
por un momento
un compasivo asesino de relojes,
sentarse a ver cómo la tarde
devora su cardumen de minutos,
de horas,
de asuntos feroces.
Contemplar cómo se le llena
grande
la noche insondable que es su vientre,
y desfilan sin salvación
por sus fauces abiertas,
todos los pequeños instantes,
toda la luz,
todo el presente.
Ballena tímida y nostálgica,
que desata incendiado
su rojo vuelo,
y parpadea lejana,
y su párpado es el cielo.
Es un hambriento cetáceo,
inocente,
que ignora por qué nos engulle,
pero no ha de sobrevivirle
ningún impaciente,
nada el tiempo sin salvación,
nada la detiene.
Las hay grises,
pardas,
amarillas,
pero todas las tardes son la misma.
Tarde...
animal insaciable,
que lentamente se sumerge,
para alimentarse de líos mundanos, de trámites,
de cosas urgentes.
Es un espectáculo abisal observar
hambriento
el desfile de su caudal,
que se repite infalible,
diariamente.
Hay que buscarse un lugar con buena vista, poner a secar los delirios,
preparar café caliente,
contemplar
(irremediable)
todo el incendio celeste,
dejarla que se alimente,
y lanzarle para que muerda,
algún antiguo fracaso,
algún asunto pendiente.
Saberse presa también
de su eterno apetito voraz,
y comprender su torpeza
incurable,
de gigante abisal.
Mirarla en silencio,
palparle la frente.
En vano rema la prisa...
en contra de la corriente.
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